lunes, 22 de octubre de 2012

La invisibilidad

Recientemente he descubierto que tengo un super poder; la invisibilidad.
Yo hubiera preferido la teletrasportación, pero es lo que hay.
En realidad, casi todas las mujeres cercanas a los cuarenta llegan en algún momento a poseerlo. Los hombres no, porque ellos están tan encantados de conocerse, que no se darían ni cuenta de que se han vuelto invisibles, así que sería un desperdicio.
Me percaté de mi nuevo super poder el otro día en una boda.
Sucede que de repente, ya no somos suficientemente jóvenes para estar en la mesa de los veiteañeros, que suspiran con alivio al ver que no les sientan con semejantes carrozas. Y si no hay nadie de características semejantes a las nuestras, o a las de nuestros maridos, a los que les da igual, porque están muy complacidos consigo mismos, terminamos en la mesa de los padres/jubilados.
Y lo peor de todo es cuando te das cuenta de que te lo estás pasando estupendamente, con una conversación amena y divertida. Entonces es el fin.
Pero esa no es la cuestión.
El tema es que en ese momento sentimos que nos hemos vuelto totalmente invisibles.
Ya no tenemos las piernas de las de veinte (aunque en realidad no recuerdo haber tenido tanta pierna nunca, a pesar de que seguramente la falda era bastante más corta), ni soportamos los taconazos que calzan, ni llevamos una melena fabulosa y larguísima, con unas ondas como las presentadoras de televisión. No vestimos vestidos ajustadísimos y despampanantes, qué más quisiéramos,  ni somos capaces de ponernos un tocado más grande que la lamparita de noche en la cabeza.
No, solemos intentar precisamente lo contrario: no matarnos a causa de unos tacones inapropiados para el equilibrio, y procuramos que el vestido no marque nada en absoluto. La melena es la típica que ni fú ni fá, por los hombros, porque por más que intentamos dejarla larga como las de las jovenzuelas, tras varios conatos con la tijera, al final terminamos cortándola de todas todas, y la flor del pelo, es, ahora lo sé, de un ñoño total, y completamente inadvertible.
Y en realidad, repetimos conjunto, vestido, zapatos, y flor incluida, porque como no tenemos veinte años, nuestra mamá ya no nos surte, y la hipoteca sigue interpérrita, recordándonos que para un día no vamos a gastarnos un dineral, además si no nos va a mirar nadie. Al menos a mí.
Tampoco somos señoras elegantes de sesenta, con un traje sastre perfectamente cortado, un peinado de peluquería, un tocado exclusivo, y la vida resuelta, los hijos colocados y esa aura de tranquilidad y sosiego que se les queda, como diciendo: ya he cumplido, ahora a disfrutar.
Durante el baile, pude comprobar cómo yo seguía haciendo gala de mi nuevo superpoder, y ya no me miraba ni mi marido, que estaba absorto con los contoneos de las de veinte, curvilíneas y prietas, ni tampoco los señores, que antaño me vigilaban de soslayo, y que igualmente estaban mirando a las de los plumeros, tocados y pamelas varias, que no se bajaban de los tacones ni a empujone,s y que antes morir que perder la vida y calzarse las bailarinas planas y comodísimas que regalaban los anfitriones. Bueno, en honor a la verdad, yo tampoco me las puse, antes muerta que sencilla, por si encima de invisible me iba a quedar a la altura del betún, así que decidí no apearme y hacer sufrir al juanete un rato más.
En esta edad peligrosa, en la que pasar desapercibida no es una opción, sino una imposición, además las mujeres, en nuestro afán de igualdad con los hombres, hemos alardeado muy mucho de que conducimos como ellos, así que lo habitual es que nosotras no podamos beber ni una gota, y los señores estén dando rienda suelta a su sed, para que luego les llevemos a casa sanos y salvos.
Y todo esto porque como somos unos aburridos cuarentones, no hemos querido volver en autobús, como las juventudes curvilíneas.
A decir verdad, tampoco está del todo mal lo de volverse invisible. Ya no tienes tanta presión a la hora de prepararte y si te sale un grano no lo va a ver nadie, y cuando tenías veinte años te suicidabas de sólo pensarlo. Puedes repetir vestido, porque no se acuerda nadie y si el peinado no te ha quedado muy allá, no tienes la preocupación de llamar la atención.
Algunas suplen esa carencia, esa imperiosa necesidad de ser vistas, bailando como si les hubiera entrado un gusano en el vestido, y apuran La Lambada como si les fuera la vida en ello, para bochorno de sus hijos adolescentes, si los tuvieran, ya que sus maridos nunca llegan a enterarse, pues siguen mirando a las de veinte, pero afortunadamente son las menos, y apenas merecen ninguna mención.
Espero que dentro de un tiempo, o consiga estar tan encantada de conocerme que me de igual si me miran o no, o bien, me convierta en esa señora elegante a la que vuelvan a mirar, aunque sea para decir: ¡¡Oye,estás estupenda para la edad que tienes¡¡
Ay, dios mío, lo que da de sí, la vanidad femenina......

                       La verdad, es que esta de invisible no tiene nada, snif.........                          

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