domingo, 21 de marzo de 2021

 

Jamás en la vida

 

Jamás en la vida pensé que celebraría un aniversario como este.

Hace un año que la vida de todos cambió por completo, que lo obvio se volvió inconstante, que lo cierto se tornó dudoso, que el futuro se paralizó, que los sueños quedaron en suspenso y los planes en veremos.

Hace un año veíamos la televisión y el corazón se nos encogía y llorábamos hasta cuando había una noticia menos mala, porque de las muy malas estábamos ya muy saturados.

Hace un año que de una manera pasmosa, casi de serie de terror, el mundo entero obedeció una orden tan sencilla y tan dramática como la de “no salir de casa”. Las calles se quedaron vacías y mudas y solo se oían las sirenas de las ambulancias, que nos helaban la sangre y el trino de los pájaros, que nos recordaban a una película de Hitchcock.

Hace un año creímos que todo pasaría rápido y que nuestros dirigentes lo solucionarían de la mejor manera posible. Bueno no, eso no lo creía nadie. Y, desgraciadamente, teníamos razón.

Hace un año decidí sobre mi vida, de una manera rápida y casi inconsciente y esa decisión me puso patas arriba y me cambió para siempre.

Hace un año empecé en un hotel medicalizado, aún sin pacientes, donde se tapaban las moquetas con una capa de plástico o se quitaban los cuadros y las tulipas de las lámparas para que todo fuera más fácil de limpiar y donde se masticaba el miedo a lo desconocido, el pánico a lo conocido y el terror al futuro.

Hace un año conocí un grupo de personas extraordinarias que nos presentamos voluntarias para una guerra involuntaria, y que conseguimos lo inconcebible: Que hubiera luz en un túnel tan largo y oscuro, que no hubiera egos por encima de nadie (igual los políticos de este país podían aprender algo) y que más allá de todo el sufrimiento y del calor (porque pasábamos muuucho calor) y del agotamiento y la incertidumbre, cada día fuera “un día más, un día menos”.

Un día más lejos del principio, un día más cerca del final.

Hace un año di un puñetazo en la mesa y dije: Yo sí que sirvo, yo  lo hago bien. Yo soy buena. Yo puedo con esto. Y cada mañana me lo recordaba como un mantra para tener suficientes fuerzas para salir de la cama y suficiente convencimiento para secarme las lágrimas. Y me di cuenta de que merece la pena no mirarse siempre el ombligo, que cuidar a los demás es el más preciado legado que puede tener una vida, que no ser “yo y mi circunstancia” enriquece el alma por completo y que a partir del 21 de Marzo de 2020 soy mejor persona y me quiero más.

Pero no quiero solo hablar de mí. Porque hace un año la vida cambió para todos y todos merecemos que nos recuerden.

Cambió para los estudiantes que tuvieron que quedarse en casa y dejar de ver a sus compañeros y amigos,  para los niños que veían su ansiado parque desde una ventana, para los padres que aprendieron a hacer reuniones mientras sus hijos gateaban entre sus piernas, para los abuelos que tuvieron que aprender a hacer conferencias telefónicas si querían ver a sus nietos, para los autónomos que de una día para otros tuvieron que cerrar sus negocios, para las amas de casa que de pronto se encontraron con todos dentro y a todas horas, para los que vivían solos, que aprendieron el significado de esa palabra en toda su extensión.

Cambió para los buenos de corazón que se sacrificaron por los demás y para los miserables y aprovechados a los que se les vio el plumero a la primera. Para los que se creían importantes, que comprobaron lo insignificante que era su vida, y para los que pasaban desapercibidos y que de pronto eran esenciales, como una cajera en un supermercado, por ejemplo.

Y descubrimos que un pan recién hecho puede ser el mayor manjar del mundo y que una llamada de teléfono vale más que mil regalos. Y una película en familia era un gran acontecimiento y un paseo al sol unas vacaciones.

Y aprendimos a escuchar el silencio y a tener conversaciones triviales, por el simple hecho de hablar. Y a hacer bizcocho casero, empañada gallega o solomillo Wellington.

Y ya no hacía falta ir tanto de compras, ni tener las mejores botas y el abrigo más fashion, pero un buen chándal era imprescindible.

Un año después nada ha terminado. Seguimos luchando y sudando y seguimos agotados, pero seguimos. Porque sigue valiendo la pena, porque sigue habiendo mucha gente que necesita ayuda. Porque el mundo ha salido a la calle, pero el alma se nos ha quedado en casa.

Han vuelto los egos y los codazos y los pisotones y parece que no hemos aprendido nada. Pero creo que no es cierto. Quizá los que mandan no lo hayan aprendido, o quizá es que están tan ocupados viendo la paja en el ojo ajeno que se les olvida que seguimos aquí, que no hay que salvar Navidades, ni Semana Santas, ni Ferias, ni verbenas. Que se trata de salvar vidas. Quizá ellos lo han olvidado, pero el resto no.

Todos los que obedecimos sin chistar al estado de alarma, al confinamiento, a las franjas horarias, al gel, a la mascarilla, al distanciamiento…todos nosotros hemos aprendido a vivir de otra manera, a echarnos de menos de diferente forma, a asumir distancias y vacaciones fallidas, y puentes que no son, y cumpleaños que no se celebran y despedidas sin nadie y bienvenidas por Instagram.

Y lo hemos asumido sin protestar, sin revelarnos, sin mandar a la porra a los que nos lo han impuesto pero no lo cumplen.

Y por eso merecemos un gran aplauso, un inmenso beso y un fuerte abrazo.

¿Alguna vez pensasteis que vuestros hijos de veinte años hablarían con total normalidad del “toque de queda” y que incluso se alegrarían (pobres) de tener que estar en casa a las “once” de la noche”?

¿Alguna vez creísteis que echaríais tanto de menos un apretón de manos?

¿Alguna vez habíais dicho, con tanta verdad, te quiero, te necesito y te echo de menos?

Yo, jamás en la vida.

Pero hace un año que no paro de decirlo.