Llevo dos horas estudiando euskera con mis hijos. De un cuarto a otro, verbo por aquí, frase por allá, diccionario en mano y con la palpable convicción de que lo estoy haciendo mal.
Me gustaría tener el temple del presidente Zapatero, que aunque sepa que no está diciendo nada, o que lo que está diciendo es una mentira como un templo, lo hace con tal aplomo, que todavía hay incautos que le creen.
Pero yo no tengo ese porte.
A mí se me nota que estoy insegura, que no me acuerdo de nada y que esto me supera.
Y por ello me preparo, me repaso los temas, e intento que aquello que digo sea al menos fiable, y si no sé algo, lo busco o les remito a su profesor.
Los políticos, no. A ellos les da igual si lo que dicen puede ser remotamente parecido a lo que es en realidad.
A ellos les importa el impacto mediático que tenga lo que sueltan en los cinco minutos posteriores, luego ya se irá diluyendo.
Que el paro ha subido estrepitosamente? Pues digo que ya bajará el próximo semestre.
Que vamos a tener que trabajar per sécula seculorum? Pues digo que así tendremos las pensiones, fijo.
Que cada vez hay más violencia de género? Pues digo que son homicidios, no asesinatos.
Que me pillan en un renuncio? Pues donde dije digo, digo diego
Yo no soy político, pero tengo en mis manos la vida de mis dos hijos, y no juego con ella, ni con sus esperanzas, ni con su futuro, mucho menos si es a costa del mío, o más bien para costeármelo.
Porque me juré a mi misma que daría mi vida por ellos, y aunque odie estudiar euskera, o inglés, o me repatee estar tres horas en el parque, o se me haga un mundo ir a un cumple en un chikipark, lo haré porque es mi trabajo, no remunerado, ni agradecido, ni considerado, ni recordado. Pero mi trabajo a fin de cuentas. Y yo lo elegí.
Igual que los políticos.
Pero yo les diré también la verdad, aunque cueste entenderla, aunque sea una faena, porque prometí no engañarlos, y voy a cumplirlo.
¿Dijiste media verdad?
Dirán que mientes dos veces,
si dices la otra mitad.
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