Qué nervios, por favor.
Lo había elegido yo, quería hacerlo, pensaba que era lo correcto, y aún así estaba muerta de miedo.
Llegué el hotel a las ocho menos cuarto y me indicaron que esperara en el hall en un sofá, hasta que viniera la coordinadora.
Enfrente había otra chica, joven, que miraba el móvil.
Tardamos varios minutos en empezar a hablar, pero cuando lo hicimos, resultó que aquella chica estaba igual de nerviosa que yo, había dormido igual de mal que yo, y tenía el mismo miedo.
Y aunque parezca absurdo, creo que aquello nos unió bastante.:)
Ese primer día fue bastante mejor de lo que esperábamos. Abrimos cajas, colocamos cosas, pusimos cartelitos en las habitaciones y aprendimos a ponernos y quitarnos los famosos EPIS, que hasta ese día eran unos completos desconocidos en nuestras vidas.
Y nos fuimos a casa diciendo: "pues no ha estado tan mal."
Pero al día siguiente empezó la batalla.
Los pacientes venían en oleadas. A cualquier hora, de cualquier modo. Abríamos un planta y apenas estaba llena ya estábamos abriendo la siguiente.
Cada día llegaban enfermeras y enfermeros nuevos, estudiantes y médicos, todos con sus miedos, todos con sus inexperiencias y todos con unas ganas inmensas de hacerlo bien.
No teníamos protocolos, no sabíamos a qué teléfonos debíamos llamar, y a pesar de ello nos pasábamos el día intentando localizar a la coordinadora y a los administrativos, a los que abrasábamos sin piedad, preguntándoles absolutamente de todo, cada cinco minutos. Y cuando por fin tuvimos los teléfonos claros, entonces ya el acoso y derribo fue impresionante.
Hacíamos las cosas sobre la marcha y con buena voluntad, pero cada uno a su manera, de forma que en ocasiones algo no se hacía o se hacía por duplicado.
Nos poníamos los equipos de protección individual a toda pastilla y nos los quitábamos de igual modo, intentando que no se nos notara el agobio que teníamos porque sabíamos que lo hacíamos mal, porque no prestábamos la atención debida, o porque sencillamente no teníamos tiempo para hacerlo paso a paso.
Y entonces, como para compensar, nos lavábamos las manos y las muñecas y hasta los codos, porque estábamos convencidas de que nos íbamos a infectar.
Todos los días nos llevábamos una bronca nueva por dejar el EPI donde no debíamos, o tirar los guantes en una basura limpia, o no dejar los uniformes en el contenedor adecuado.
Nos sabíamos si teníamos que cerrar las bolsas o no cerrarlas, si debíamos quitar las sábanas o dejarlas, si el carro de la comida tenía que estar en un lado o en el otro, si las bandejas teníamos que sacarlas o lo hacían los pacientes...y nos daba miedo llamar a cocina para decir que faltaba algún desayuno porque te decían: pues los hemos contado (y ya no sabías si le habías dado a uno dos cafés y a otro ninguno, o si había un fantasma que se los bebía por el camino).
Las primeras cajas de mascarillas de nos dieron tenían las gomas revenidas, y eran como de papel, así que nos las poníamos de dos en dos y nos dábamos dos vueltas a las orejas para que nos ajustaran mejor, pero no había forma, así que las gafas de protección se nos empañaban y no veíamos ni tres en un burro a la hora de tomar una tensión o hacer una glucemia.
Nos dijeron que los botes con alcohol eran nuestra arma de defensa, así que rociábamos todo lo que tocábamos con el dichoso flis-flis, lo que supuso que nos cargamos en dos días no sé cuántos tensiómetros y otros tantos pulsis.
Y seguían viniendo pacientes, y seguíamos abriendo plantas y para que pudiéramos descansar algún día, los sábados y los domingos llevábamos dos plantas por enfermera, lo que suponía pasarte la mañana subiendo y bajando escaleras, con el pulsi, el glucómetro, las gafas, la pantalla y el EPI, talla XXL que íbamos arrastrando por el suelo, como un vestido de fiesta.
Eso sí, mi teléfono estaba encantado porque todos los días me saltaba un mensaje que ponía: ¡Estupendo! !!Hemos detectado un entrenamiento de alta intensidad!!¡¡No te fastidia!!
Eso si, las sudadas que agarrábamos vestidas para la guerra durante dos horas tomando constantes o haciendo PCRs, era lo más parecido a una operación bikini.
Y entonces empezamos a dar altas. Los catorce día de aislamiento que al principio era el protocolo se fueron acortando y en cuanto un paciente dejaban de tener síntomas y tenía posibilidad de hacer aislamiento en casa, se le daba el alta. Porque se necesitaban camas, porque había que desahogar los hospitales y debía haber movimiento.
Y aquellos era un no parar de salidas y entradas, de habitaciones vacías, de camas por hacer, de llamadas que realizar, de despedidas y bienvenidas, lo cual era gratificante y desesperante al mismo tiempo.
Y en medio de ese caos teníamos fuerzas para cantar una canción, hacer una broma o reírnos de alguna anécdota con algún paciente cansino.
Había pacientes asustados de verdad, que lo habían pasado mal, y que tenían familiares muy malitos. Había pacientes que se quejaban de todo, y que pedían unas galletitas o un acuarius a media mañana, otra manta, otra almohada, otro pijama, un acondicionador para el pelo o un capuchino.
Los había que hasta pedían cremas a Amazon o que venían con maletas como si se fueran a quedar a vivir.
Había algunos que te agradecían todo lo que hacías de una manera que te daba hasta vergüenza, y otros que se enfadaban por ir demasiado protegidos, porque se sentían como si fueran unos apestados.
Algunos decían estar estupendamente con una saturación del 90%, una tos de perro incesante o una cefalea del tres y otros que llevaban asintomáticos una semana se inventaban cada día un malestar nuevo para no marcharse a casa, porque les daba miedo.
Y en la batalla de cada día encontramos una rutina fantástica, que nos hacía sentirnos orgullosas y orgullosos y que inexplicablemente nos hizo felices. Al menos a mí.
Cuando nos dimos cuenta de que aquello se iba terminando nos invadió un sentimiento contradictorio.
Sabíamos que tenía que terminar, que era bueno que así fuera, significaba que Madrid había conseguido superar lo peor de la pandemia, que las cosas estaban mejor.
Pero ir cerrando plantas nos producía una sensación de pérdida, y nos acercaba a una despedida a la que no queríamos llegar, pero que se acercaba poco a poco.
La última semana se me pasó sin darme cuenta.
Hice PCRs como si no hubiera un mañana y dí altas a diestro y siniestro, (en recepción hasta se reían de mí) pero ya no ingresaba nadie.
¡¡Con lo que habíamos protestado porque los ingresos venía siempre a las tres menos cuarto, justo cuando creías que tenías la mañana controlada, y esa última semana los echábamos hasta de menos!!
Y llegó el sábado 9.
Se dio de alta a los pocos pacientes que quedaban y recogimos todo en cajas para que se pudiera limpiar cuanto antes el hotel y dejarlo como lo encontramos.
Esa noche tampoco dormí mucho. Tenía una pena egoísta y absurda en el corazón, por separarme de toda esa gente maravillosa con la que construimos un pequeño milagro durante la primavera más amarga que jamás conocimos.
Tratamos a cuatrocientas personas en el hotel. Cuatrocientas personas que superaron la maldita enfermedad, gracias en parte a nuestros cuidados.
Debemos sentirnos por ello muy orgullosos.
Orgullosos de haber creado un equipo fantástico de la nada, de haber sido capaces de superar todos los obstáculos con entereza y de haberlo llevado, además, con mucho cariño y con mucha alegría.
Porque no tengo un recuerdo amargo de esta experiencia, sino un recuerdo amable y lleno de buenas sensaciones.
Jamás olvidaré a todos los profesionales que lo hicisteis posible, vuestras ganas, vuestra actitud, vuestra entrega.
Con certeza esta experiencia nos ha cambiado la vida. Y dentro de lo durísimo que fue, nos la ha cambiado para mejor.
Gracias por ser, estar y parecer.
El futuro tiene buena pinta si vais a estar todos vosotros y vosotras en él.
Hasta siempre. Cris.
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